PATERNALISMOS
La señora María vio que el sello del Departamento de Sanidad clausuraba una parada de pescado. En cierta ocasión se había enfadado mucho porque le habían vendido una merluza podrida allí. La nota oficial indicaba que el establecimiento “incurría en varias faltas contra la higiene y la salud pública” según la normativa de la UE número etc. etc. Ella simplemente había dejado de frecuentar la parada porque todavía era de los tiempos en que uno debía simplemente elegir dónde comprar y dónde no. Ahora, el estado velaba por los ciudadanos con normas reconocidas en el extranjero.
Olvidó la anécdota en cuanto entró en el salón de su casa y encontró a su hijo de treinta años llorando a gritos. Se asustó mucho; preguntó qué ocurría sin entender nada y, por fin, entre los sollozos, escuchó que Leo, un amigo de la infancia, había muerto al salirse de una curva de la carretera con la moto a toda velocidad, de vuelta de los bares de copas que frecuentaban. A su hijo lo habían detenido para una prueba de alcoholemia.
-Leo no me esperó. Huyó de un acelerón. Habría dado positivo.
La señora María se sentó el sofá y entrecerró los ojos. La vida de su hijo le palpitaba bajo el pecho, y en la mente bailaba el rostro del amigo perdido; dio gracias a Dios y a la Delegación General de Tráfico, que como una nueva Inquisición censuraba a los conductores la pasión por la velocidad y el alcohol. Aquel era su día de suerte: le habían salvado el hijo. Entonces llamaron a la puerta.
-¿María Gómez?
Ella asintió.
-Los papeles del desahucio.
-Pero...
La señora María no esperaba una notificación, al menos no ese día.
-Pero ya he explicado que fueron ellos, los del banco... el chico de camisa morada y corbata, comosellame... me aconsejó firmar esos papeles.
-¿Quién? Bueno, en todo caso tendrá que demostrarlo ante el juez. Usted no puede eludir sus responsabilidades. Ha contraído una deuda, una responsabilidad financiera.
-Pero...
-Sí, sí, sólo queremos disfrutar de derechos. Pero tenemos también deberes. El deber de leer la letra pequeña, comprender lo que lee y saber qué es lo que firma. Conocer los productos que le ofrecen, calibrar su rentabilidad y su posibilidad de venta, seguir las evoluciones de la bolsa. Y naturalmente, estar al tanto de los valores. Si no los retira a tiempo o espera a que crezcan las pérdidas, o si se encuentra en las manos un producto que ya no puede volver a vender, el problema es de su titularidad.
-Entonces ¿para qué sirven los del banco? –gritó el hijo desde el salón.
La señora María explicó que ella no podía hacer todas esas cosas porque había pasado una mala temporada: mostró sus papeles de viudedad, los del paro de su hijo, las cuentas exhaustas. Las facturas de las últimas intervenciones de su marido. Un abanico de desgracias se expandió sobre la mesa.
-Todo esto no la exime de sus responsabilidades –respondió implacable el funcionario-. Ni de la tutela personal de sus inversiones. Vamos, que no la protege de su ignorancia, a ver si me explico. Si no es usted capaz de ser su propia agente financiera, debe asumir las consecuencias.
El hombre le tendió los documentos.
La señora María imaginó un reguero de chalecos fosforescentes y un laberinto de banda adhesiva policial propagándose por todas las habitaciones de la casa. Imaginó a los vecinos que conservaban sus hogares. Imaginó la indigencia y los hogares de mendigos. Imaginó pescados podridos, muertos borrachos.
La puerta de su casa, abierta como una carcajada, la expulsaba del sistema.