Foto: David Larrosa, 10 años

martes, 27 de septiembre de 2011

ESTADO DEL MALESTAR


    
    Sólo se bebía agua del grifo. Jamás un disfraz de carnaval. Ni hablar de teñirse en la peluquería o de gastar en teléfono para contar una buena noticia que, al fin y al cabo, podía evaporarse enseguida. Cuando los chicos necesitaban jugar al amigo invisible, llevaban la propia invisibilidad.
    La aridez de los Infiesta fue enquistándose y, a la vuelta del milenio, el médico diagnosticó síndrome de posguerra eterna con problemas de olvido neuronal. Les recetó alegría, pero se implantó mal por razones genéticas. Les dio píldoras para mitigar las carencias, pero hubo efecto secundario: ofensa y victimismo (se daba en raros casos, sólo entre inmigrantes y funcionarios). Desesperadamente el doctor invocó una antigua terapia de bienestar que había tenido éxito en todos los países europeos después de la Segunda Guerra Mundial, pero la familia lo interpretó como mera avidez del médico por vaciarles los bolsillos y quedarse con todos sus ahorros, tan dolorosamente almacenados contra miedo y marea.
    Entonces llegó el ilusionista. Fue él quien se llevó toda su abstención (y era mucha: cosquillas, trenzas, gafas de sol, viajes fuera del ombligo, fiestas sin cumpleaños...); se la quedó en su sombrero y les dijo que les pagaba con La Identidad. Que eran Auténticos, y en ellos estaba depositaba la esperanza de su estirpe, ahora que él les ilusionaba con una.
    Los Infiesta siguieron sintiendo miedo y viviendo ofendidos, pero ahora crecieron y se multiplicaron y sus generaciones desbordaron los confines de su ombligo.


    Neesito vuestra ayuda. Este texto lo escribí antes de la famosa crisis y de la obligada austeridad que ha impuesto a muchas familias. Me gustaría saber si os parece que se sostiene o resulta confuso en la actualidad.  Mi intención, no sé si se logra, era hablar de ciertos conflictos psicológicos justificados con una falsa "identidad" social (sólo una forma, a mi entender, de amargarse la vida). Gracias por vuestra opinión al respecto.

martes, 20 de septiembre de 2011

CÓMO ESTÁ EL SERVICIO


    A veces ponemos hasta cinco lavadoras al día. Tal cual. Claro que con diez hijos eso es lo que hay. La casa, por ejemplo, es grande en consonancia, está llena de habitaciones y con las entradas y salidas de los chicos el embaldosado se llena de tierra del jardín. Como no consigue conservar el suelo limpio, la criada  protesta.
    También se queja del griterío. Dice que la volverán loca. Y conste que no consiento muchas trastadas a los niños, pero tampoco voy a tenerlos encadenados a los pobres. Digo yo que es lógico que suban en tromba las escaleras y que, pongamos por caso, al pasar choquen con alguna mesilla y tiren un jarrón al suelo. Pero si tiene que recoger cristales rotos, la chica clama al cielo.
    Nuestro uso del baño es también fuente de problemas. Mis hijos juegan con todo, y salpican, pero ¿no es natural? La criada chilla (cuando no ulula desquiciada) si encuentra un grifo abierto. A mí me parece que exagera, pero no me enfrento a ella porque pienso que en realidad es un alma cándida. Lo que le falta es temple. No hay más que ver, por ejemplo, hasta qué punto la saca de quicio que se cuelen en la cocina y prueben a hurtadillas alguno de sus platos. Famoso es el día en que descubrió la marca del dedo de Javierito en el pastel; casi le dio un síncope.
    Y es que el servicio ya no es lo que era. Tan es así que los señores de la casa están pensando seriamente en despedirla. Claro que ellos, aunque disimulan, nos conocen desde que entraron a vivir aquí, y ya se han familiarizado hasta con los pases de modelo que mi hija, la más pequeña, proyecta sobre brumas de cementerio en el espejo de su armario, transformándose en esqueleto pirata, jinete sin cabeza y novia cadáver.

 Dedicado a mi querida amiga Rosana Felippo, con el simple propósito de hacerla sonreír.

martes, 13 de septiembre de 2011

RENACER


 En mi defensa debo decir que había alcanzado el umbral de saturación. Una vida sin logros, insípida, siempre atorada en el estoy a punto de. Y nunca fue cuestión menor la comparación con mi hermana gemela. Llevábamos años sin vernos, tantos que se había casado y tenía hijos y nadie en su casa sabía de mi anodina existencia. Yo misma sólo sabía de su familia por referencias. Referencias privilegiadas que me facilitaron una suave transición de mi huraña soledad a sustituta de mi hermana en una casa donde se lloraba con angustia su desaparición y se buscaba con ahínco su cadáver entre los escombros de la Zona Cero. La mujer que mi cuñado blandía en una foto pudo estar atrapada en un piso en llamas, calcinada bajo una escalera, aplastada contra el asfalto tras saltar desde el horror de la cima. La bendición fue reencontrarla viva. Vagaba por las calles próximas asegurando que les conocía, y dejó que los psiquiatras asociasen errores y falacias al estrés postraumático. Al fin y al cabo, un solo regalo del destino en medio de una tragedia colectiva no es ningún robo. Estoy segura de que ella me agradece que sus hijos no sean huérfanos y que nadie llora a la mujer estéril que murió entre los escombros aquel 11 de septiembre. 



martes, 6 de septiembre de 2011

ABDUCCIÓN MEDIEVAL


            Después de un año de suplicar, por ilustrísimas personas interpuestas, la consulta de cierto volumen monástico de su biblioteca, el más extraordinario de los bibliófilos alemanes accedió a recibirme en su casa de Colonia.
Me confiaron una dirección en pleno centro urbano, un quinto piso. Un lugar sorprendente: no podía albergar catorce mil volúmenes. La emoción me hizo equivocarme y llamé al sexto, pero igual me abrieron. Se me insistió, no obstante, en que debía pulsar el quinto. Cuando el ascensor paró caprichosamente en el tercero, se abrió una puerta.
El propio Helmut Ritter se quitó las gafas para escrutarme. Está bien, pase, concedió. Le seguí por un pasillo flanqueado de estanterías que sólo miré de reojo; me había propuesto no abusar de la paciencia de mi anfitrión. Ahí lo tiene, dijo, mostrándome un despacho sólo iluminado por una lámpara verde de sobremesa.
Bajo la luz yacía el incunable. Apenas pude acariciar el borde de la tapa de madera. La sensación superaba con mucho mis expectativas.
La puerta me sobresaltó al cerrarse de golpe a mis espaldas. Me dejaban a solas con un tesoro, ¿habría cámaras de vigilancia? Tendría que arriesgarme. Entonces reparé en la cadena medieval que impedía el hurto. Un elemento extraño, que se prolongaba hasta la pared y la atravesaba por un orificio. Bajé la vista hasta el agujero, lo palpé. ¿Adónde daría? Atraje un poco la cadena. Luego un poco más. Al final la empuñé y di un fuerte tirón.
Alguien devolvió la atracción con tal brutalidad que mi brazo se fue tras la cadena y sentí que era apresado con la fuerza de una zarpa, al otro lado; del segundo tirón crucé entero la pared y di de bruces contra un monje, que en furibundo alto alemán me conminó a abjurar de la cámara digital que colgaba aún de mi muñeca: esa misma tarde ardería en la pira de los herejes por practicar magia negra, dijo, y por disipar todo el saber de la tierra sin lección ni discernimiento alguno.