El jueves, cuando subía en el 15 por Paseo de San Juan, la conductora no dobló por Industria. Tuvo un lapsus y siguió recto. El pasaje entero exclamó: ¿qué pasa? Pero no pasaba nada, ¿qué iba a pasar? Dimos una extraordinaria vuelta a la manzana en un autobús urbano despistado. Y ya está, luego seguimos el rumbo convenido. Cierto que era una tarde primaveral.
Ayer, cuando a la salida del cole subía con el 15 por el Paseo de San Juan, el parque infantil rezumaba vida. Desde la ventana descubrí con asombro que en uno de los columpios que pendulaba enérgicamente no había ningún niño: era una abuelita moderna quien proyectaba su melena gris al viento. A su lado, pacientemente hacían cola dos pequeños.
Hoy, al cruzar a pie el Paseo de San Juan, he visto que un papá sacaba monedas del bolsillo para comprar un helado a su hijo. Inmediatamente todos los niños que correteaban por ahí han acudido al unísono, arracimándose como nube de palomas al reconocer la bolsa de las migas. El hombre ha repartido hasta la última de las monedas que llevaba, y luego me he sumado yo, y hasta el jardinero municipal ha rebuscado en sus bolsillos. Como no tenía nada, el funcionario verde ha retirado la valla y nos ha ofrecido la hierba. Todos nos hemos tumbado a lamer nuestros polos de colores mientras contábamos las nubes pasar.
Se hace de noche y los vecinos del Paseo de San Juan salen a tomar el aire al balcón, igual que antes. (Alguno ya en pantalón de pijama.) Se está muy bien al fresco.
En el Paseo de San Juan corren vientos de cambio, y los que lo sabemos vamos a acudir imantados por algo innombrable, impublicable, intwitterable.